8/15/2006

Sexualidad

Por Carlos A. Arredondo Sibaja

Con la novedad de que la mayor parte de los humanos somos viciosos…
Eso, desde luego, según el muy particular punto de vista de, ¡oh, sorpesa!, de aquellos que han renunciado —voluntariamente, según se sabe— al disfrute de los placeres sexuales.
A nadie debe sorprender, desde luego, que la jerarquía católica mexicana —y la del mundo entero— combata con singular virulencia cualquier intento por incorporar al sistema de educación pública información relativa a la única razón por la cual estamos todos aquí: el ejercicio de la sexualidad humana.
Su discurso es, por supuesto, congruente con los principios morales de la Iglesia Católica y, sin duda, es válido para quienes, dentro de ella, han tomado la decisión —sólo teórica en muchos casos, como bien sabemos— de abrazar el celibato como uno de los elementos de su espiritualidad.
Quienes no formamos parte de la comunidad de pastores católicos, sin embargo, nos encontramos en una situación diametralmente opuesta, pues hemos decidido —libremente, sin duda—, adentrarnos en el disfrute de los placeres sexuales.
El problema de enfoque radica en un asunto muy simple: desde la jerarquía católica pretende convencérsenos de que existe una forma “sana” de practicar el sexo y otra insana, viciosa, deformada, sucia. Me resulta imposible entender —lo confieso— dónde se encuentra la línea divisoria —si acaso existe— entre estas dos clasificaciones surgidas de la moral enarbolada por los jerarcas eclesiásticos.
Sospecho —pero es sólo una sospecha— que la directriz por ellos trazada implica algo cercano a considerar las relaciones sexuales sólo como un vehículo para la multiplicación de la especie, eliminando de tajo el cúmulo de sensaciones placenteras que los humanos le hemos encontrado a tal actividad a lo largo de los siglos.
Sospecho también que esa parte de la práctica sexual —a la cual, por lo demás, dedicamos la mayor parte de nuestras experiencias— es la que se califica de “viciosa”, pues tiene como propósito específico, único y exclusivo, experimentar las sensaciones físicas que acompañan el ejercicio. Con ello, supongo que la cúpula católica pretende, con sus posturas, “librar” a nuestros hijos del “vicio” inherente —desde su perspectiva— a tales prácticas y por tal motivo se opone a la utilización de los libros de texto de secundaria recién puestos en circulación por la Secretaría de Educación Pública.
Y es que, de acuerdo con los señalamientos realizados en los últimos días, la información contenida en los mismos, “contempla impartir una educación sexual con un cierto enfoque antropológico en que el ejercicio de la sexualidad se desvincula del recto orden de la naturaleza…”, según las palabras textuales de Rodrigo Aguilar, presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Familiar.
¿Qué significa “desvincular” el ejercicio de la sexualidad “del recto orden de la naturaleza”?
La verdad no lo entiendo, pero una vez más me queda claro que, para los pastores católicos, existe una forma “correcta” de sostener relaciones sexuales —una que, supongo, le agrada al Creador—, misma que se contrapone al estilo “vicioso” practicado por casi todo mundo. Pero en algo tienen razón: efectivamente existe una forma “correcta” de ejercer la sexualidad… Solamente que no es la promovida por ellos. La forma “correcta” de practicar la sexualidad es la que pasa por contar con información para ejercerla con responsabilidad hacia uno mismo y hacia la pareja —cualquier que ésta sea.
En el mundo de hoy, la discusión en torno al ejercicio de la sexualidad no pasa más por los tabúes de la virginidad (“obligación” exclusiva de las mujeres, desde luego), el sexo como práctica reservada a los casados y, mucho menos, como instrumento exclusivo de la reproducción.
En este sentido, la educación sexual debe incorporarse a los elementos formativos del individuo, con el propósito de proveerle de información que le permita entender los mecanismos que integran su sexualidad desde una perspectiva biológica —es decir, científica—, de tal forma que, llegado el momento, esté preparado para ejercerla con responsabilidad.
Aristas
¿Es posible que coexista la educación sexual basada en principios científicos y las enseñanzas morales que promueve la Iglesia Católica?
La respuesta la encontramos en los millones de católicos mexicanos —y del resto del mundo— que, sin renunciar a la esencia de su fe, ejercen cotidianamente su sexualidad —sin fines reproductivos—, utilizan métodos anticonceptivos y, en general, desoyen las admoniciones que sus pastores les recetan cotidianamente en torno al tema. Y, hasta donde sé, ninguno de ellos —o ellas— se considera “vicioso”.

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